«La risa es un viento diabólico que deforma las facciones y hace que los hombres parezcan monos».
Así definía la carcajada el anciano Jorge de Burgos, habitante fiel de las hojas de Ecco en El nombre de la rosa y protagonista de las paredes de la Abadía de Melk (el viejo franciscanner comparte estancia con un erudito Sean Connery –qué buena voz grave, parece coach del Renacimiento con sus trapecios, consejitos humanistas y compases cuadrados-).

En la película, el propio Sean –Guillermo de Baskerville-, intentará cambiar de opinión al sacerdote Jorge: «Los monos no ríen. La risa es un atributo humano».

«Como el pecado. Cristo nunca rió», sentenciaba el veterano de cruces y batamantas medievales.

La risa es incómoda. Produce arrugas y patas de gallo. A veces, además, su sonido alto nos provoca malestar en el oído o las orejas. Sin embargo seguimos riendo. Algo tendrá, mami, que la risa engancha.

Desde los tiempos más primitivos hasta la actualidad, el jijismo ilustrado ha guiado los pasos de la humanidad. ¿Acaso no se imaginan a Einstein riendo tras probar que sus movidas funcionaban? ¿A Astérix el galo y Obélix resistiendo al Sacro Imperivm con sonrisa en forma de «v» en la cara y menhir? ¿A Georgie Dann pasando unas vacaciones sin carcajear tras meternos su BBcue?


Desde las señoras de la limpieza que se llaman ‘Encarna Vals’ (todo el día de carnavales) hasta el niño rubio del 3º al que se le ven los calzones, tan inexpresivo como su padre, que compra churros con cara de empanao. ¡Eh, pero buena persona, oiga! Desde los Juglares, Els Joglars, hasta los payasos de las clases (benditos ellos, entre todos los niños).

Nos reímos. Nos reímos de nosotros y de los demás. Nos reímos en el baño, escuchando la radio y de madrugada. A los 40, en directo, incluso cuando no hay goles. También hay risas «cumplidoras», de bien quedar.

Si hay algo que diferencia al ser humano, son las risas. Lo importante son las risas. La verdad que esta sentencia me costó –o a mis padres-, un buen pico. Es lo único que aprendí en la universidad. Un poco cara me salió la frase, pero me la enseñó un buen amigo de la clase, un cuarentón que estudiaba publicidad porque se «aburría en su trabajo».

La verdad es que actualmente, la risa está, la pobrecita, infravalorada. 


Es nuestro gran valor, nuestro gran tesoro, pero si no la empezamos a valorar corremos el riesgo de perderla para siempre.

Por eso, es bueno que haya una excusa para reir:










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