Se cree que no lo sé, pero lo sé.
Aunque yo me quede todo el día aquí encerrado, cuando entra por esa puerta puedo adivinar de sobra por dónde ha paseado, qué ha comido, o incluso con quién ha estado.
En el momento en que pasa sus dedos por mi cabecita, empiezo a notarlo, y es entonces cuando me cabreo.
No soporto el olor de otros animales en sus manos, al igual que no soporto la idea de imaginármelo caminando por la calle, mirando a los perros de los demás, y agachándose a rascarles el hocico, como si en casa no hubiera nadie esperándole.
¿Qué derecho tiene a engañarme así?
Con todo el amor que le doy, ¿cómo puede provocarle una sonrisa cualquier perrucho sucio de la calle?
Luego pasa lo que pasa, que viene con sus manazas llenas de gérmenes, y soy yo el que tiene que lamerse el cuerpo, hasta tener cada uno de mis pelos limpios, o hasta poder olvidar ese tufillo a infidelidad que sobrevuela nuestra casa.
Se cree que no me hace daño, pero me lo hace.
A veces incluso se atreve a soltarme eso de que “soy el gato más bonito del mundo”, o “el gato más gordito del mundo”, o “la bolita de pelo más cariñosa”.
Si pudiera hablar su idioma, le diría que en vez de abrazarme y achucharme tanto, se metiera en YouTube a ver esos vídeos de cachorros maullando que tanto le gustan…
Cualquier día de estos salto por el balcón y me busco una comuna.
Yo ya estoy harto.
De verdad, no sé cómo aguanto a este humano