Azcel le pidió a quinientos estudiantes que le relataran diez ejemplos de estupidez (propia o ajena) que conociesen de primera mano. Con esas historias en su poder, el investigador procedió a clasificarlas y llegó a la conclusión de que todas ellas encajaban en lo que podrían considerarse tres tipos diferentes de estupidez.
El primero, sería el de aquellas personas que sobrevaloran sus propias capacidades, lo que las lleva a correr riesgos innecesarios. Generalmente, lo que emprenden acaba mal y suele producirles algún tipo de perjuicio. En ocasiones, incluso, ese perjuicio se lo causan a terceros.
La segunda clase englobaría a todas aquellas personas que, disponiendo de las capacidades necesarias para hacer algo bien, lo acaban haciendo mal porque no han prestado suficiente atención. Vamos, lo que siempre hemos llamado despistarse. Por supuesto, nadie está libre de entrar en esta categoría en determinados momentos de su vida.
Y la tercera es la de aquellas personas que sienten impulsos irreflenables de hacer algo, por muy delirante, peligroso o disparatado que sea. Estas personas pueden ser conscientes o no de los riesgos que acarrea su acción, pero de cualquier forma no pueden evitar realizarla. O sea: no pueden evitar ser estúpidos.