Medio año después del gran incendio, Londres se llenó de flores. Meses antes la ciudad había ardido como el mismo infierno. 

Marchitos por la sequía que azotó aquel verano de 1666, los edificios de madera crujían. Bastó un pequeño fuego en una panadería de Pudding Lane, cercana a la Torre, para que la urbe prendiera imparable durante cuatro días. Era principios de septiembre y el viento soplaba recio. 150 hectáreas quedaron carbonizadas y 13.000 casas engullidas por las llamas.

En primavera los suelos negros se cubrieron de color. Las flores silvestres tapizaron los campos al norte del río Támesis. La vida despertó en Londres y alivió el alma calcinada de sus habitantes, sin casa y con negocios humeantes. Atrás quedaba el horror y el ánimo florecía para reconstruir el corazón devastado de la ciudad.

Hay semillas que prefieren brotar en esas duras condiciones. Para ello necesitan el calor de un fuego que al resquebrajar sus cubiertas deja entrar la humedad. Otras despiertan cuando detectan los compuestos químicos típicos de la madera carbonizada.

La acacia negra (Acacia melanoxylon) brota tras la época anual de incendios en Australia. En Europa las jaras (Cistus) tiñen los bosques mediterráneos tras los frecuentes fuegos estivales. Las hay que son un estallido de color, como el jaguarzo blanco con grandes flores rosa purpúreo y estambres amarillos. Los zumaques (Rhus coriaria) alegran con sus ramilletes rojos, la aulaga morisca (Ulex parviflorus) con sus brillantes flores amarillas y el romero (Rosmarinus officinalis) suaviza con su penetrante aroma. Son algunas de las flores que se crecen con la adversidad.




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