¿Una falsa atribución? ¿Un plagio? Siempre quedará la duda para la comunidad académica. Para el común de los mortales, queda, sin embargo, el derecho a contemplar un cuadro único.
Pero estas disputas no son así en todos los países. En Japón no se andan con remilgos acerca de la autoría de los cuadros. El Museo Otsuka, en el noreste del país, alberga una colección de unas 1.000 réplicas y pinturas falsas. Desde ‘La última cena’ de Leonardo Da Vinci, pasando por una serie de retratos de Rembrandt, hasta una reproducción a escala real de la Capilla Sixtina.
El museo cumple para los visitantes japoneses dos misiones. La primera, acercar el arte occidental que salvo por libros de texto o internet no llega al lejano oriente (el Guernica, por ejemplo, nunca abandona el Reina Sofía), y la segunda, una cierta preservación de obras maestras, puesto que las pinturas están duplicadas en su tamaño real y reproducidas sobre lienzos especiales de cerámica para que no pierdan cualidades con el paso del tiempo.
El fundador del museo, Masahito Otsuka tuvo la idea de levantar esta pinacoteca del plagio cuando vio una foto del ya fallecido ‘premier’ soviético Nikita Khrushchev borrosa y erosionada sobre su tumba.
Otra de las peculiaridades del Otsuka es que es el museo más caro de Japón. Entrar a visitar este museo cuesta 3,100 yenes, mientras que el precio medio para visitar otros monumentos o colecciones ronda los 700. Puede que el precio valga la pena: también es el recinto de este tipo más grande del país y ofrece todo tipo de ayudas y explicaciones para entender las obras (includos, como no podía ser de otra manera, ¡robots audiogía!)
Pero el Otsuka no es el único museo del mundo de esta índole. El museo de copias de Viena es único en su origen porque se nutre de copias ilegales que han pasado por verdaderas alguna vez en su vida. Los autores ‘fusilados’ y exhibidos en la capital austriaca van desde Schiele a Klimt pasando por Rembrandt, Matisse o Chagall. Casi nada.
Otro de los atractivos del museo austriaco es una completa explicación de las anécdotas de los falsificadores y sus falsificaciones. Como por ejemplo la de algún listo que se la dio con queso al nazi Hermann Göring durante la segunda Guerra Mundial con un Vermeer falso, o la historia del plagio de un plagio…
Por norma general, las pinacotecas se cubren mucho las espaldas con sesudos estudios de la técnica, el color o la perspectiva para que ninguna falsificación se cuele entre sus colecciones. Por eso la idea de Otsuka, por descabellada que parezca, rompe la concepción del valor de una obra de arte y su carácter único. Algo que hubiera vuelto locos a los buenos de Adorno y Horkeimer cuando enunciaron su crítica a la industria cultural y hablaron de banalización de la cultura por la reproducción incensante de las obras.
Y para cerrar el artículo con el pintor con el que lo abríamos, Francisco de Goya, éste, por avatares políticos, no destruyó las placas originales de su más famosa serie de grabados, Los Caprichos, que pasaron a engordar el patrimonio nacional a comienzos del siglo XIX.
Gracias a ésta anomalía, puesto que los autores de grabados suelen inutilizar las planchas para evitar que se impriman más series que la primera, y así elevar el precio de sus obras, ha permitido al Estado reproducir y vender diferentes tiradas originales a lo largo del tiempo para financiarse en momentos de necesidad. La última fue impresa por el Gobierno de la República durante la Guerra Civil en 1937. Si esto llega a oídos de Otsuka, seguro que querrá pagar buena suma a España para llevar a su museo una nueva tirada de Los Caprichos.