Nada es más triste que una canción triste de Chayanne

Porque yo he ido más allá del límite de la desolación,  mi mente, mi cuerpo y mi alma ya no tienen conexión...
Lo último que hiciste en la vida fue volar. Volaste sobre los asientos delanteros del coche. Volaste sobre la carretera. Volaste sobre una acequia. Volaste hasta salirte del cuerpo.

A los nueve años, entre dolor y vergüen­za, me crecían las tetas debajo de una ca­miseta a rayas celestes y blancas que se me iba quedando estrecha. Tú lo sabías y me espiabas a la hora del baño. Yo lo sabía y tapaba aquel agujero con una bola de papel higiénico. Pero tú la quitabas, y cuando tu abuela —mi tía— te pillaba, corrías por el pasillo anunciándole a to­do el mundo que yo tenía “las tetas gor­das” y mi madre “el culo blanco”.

Pasamos aquel verano juntos en el pue­blo. Entonces aún ibas al colegio. Enton­ces aún sacabas todo sobresalientes. Aún querías ser médico. Pero ya tenías inge­nio para la pillería. Me enseñaste a hacer sofisticados tirachinas con un trozo de madera, una pinza de la ropa y un clavo. Probamos nuestros límites clavándoselo a mi padre en las costillas mientras dor­mía la siesta. Aquel verano fui lo más ma­la que he sido nunca. Pero yo soy buena y tú también. Es por eso que escuchabas Chayanne a escondidas y las que más te gustaban eran sus canciones tristes. Es por eso que tu hermano se metía contigo. Y fue por eso que tu padre sollozó abraza­do a tu cuerpo: “¡mi hijo bueno, mi hijo bueno...!”. 

La próxima vez que nos vimos fue tam­bién la última. A pesar de los años. Aca­baban de operarte de una lesión derivada de tu trabajo en la fábrica y tenías miedo a que te tuvieran que poner una sonda para orinar debido a los efectos secun­darios de la anestesia. Era verano y está­bamos en el hospital obligados. Me senté en la silla en un rincón y apenas nos mi­ramos. No hablamos. Te habías dejado el pelo corto por delante y largo por detrás. Observé la marca de sol de tu esclava. Tu lóbulo agujereado. La metamorfosis ha­bía sido completa. Nunca llegué a saber si te libraste de aquella sonda. Deseo que sí. Aunque yo no quiero acordarme de la sonda ni de aquel verano ni de la llama­da de mi madre a deshora. Te has que­dado atrapado en un disco de Chayanne y me has arruinado todas sus canciones pero no importa. Aunque si ya ni siquiera podemos ser felices bailando Chayanne, ¿qué nos queda?




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