Al sur de la isla de Manhattan, junto a la desembocadura del río Hudson, se encuentra desde finales del siglo XIX la Estatua de la Libertad, una de las atracciones turísticas más visitadas de Nueva York y todo un símbolo de la cultura estadounidense.
Cada día, un máximo de 240 personas ascienden por el interior de sus 92 metros de altura y fotografían Nueva York desde la corona de una dama que lleva “iluminando el mundo” (tal como se puede leer en su pedestal) desde que fuera levantada en 1886. Durante todos estos años, ni las inclemencias meteorológicas ni el simple paso del tiempo han podido acabar con la estatua. Sin embargo, la famosa imagen ha pasado algún que otro mal trago a lo largo de su vida: hubo una ocasión en la que estuvo a punto de electrocutarse.
A finales de la década de los setenta, el Servicio Nacional de Parques Nacionales de Estados Unidos, la institución encargada del mantenimiento de la Estatua de la Libertad, se percató del mal estado en el que se encontraba. En 1979, organizó su restauración, y siete años más tarde, la estatua volvía a ser el centro de atención de los visitantes que llegaban hasta la ciudad que nunca duerme.
Un trabajo de restauración que, sin embargo, fue más allá de darle un par de capas de pintura, y que sirvió para evitar, ni más ni menos, que la Estatua de la Libertad se electrocutara e incluso que llegara a explotar. La culpa de que el monumento corriera tal peligro la tenían los dos materiales de los que estaba hecha la estatua: el cobre y el hierro.
A fin de que fuera fácilmente transportable y lo suficientemente fuerte para resistir las inclemencias del tiempo, su diseñador, el francés Frédéric Auguste Bartholdi, pensó construir la fachada exterior de la estatua con cobre y colocar en el interior un esqueleto de hierro (obra del mismísimo Gustave Eiffel), que dejara el monumento hueco y facilitara su transporte desde Francia hasta Estados Unidos.
El cobre que componía la parte visual de la estatua y la estructura de hierro que formaba su esqueleto no estaban en contacto, ya que que entre una estructura y otra Bartholdi colocó un aislamiento compuesto de amianto y brea. El objetivo del aislante era prevenir el riesgo al que décadas más tarde se enfrentaría la dama de la libertad: el peligro de la denominada corrosión galvánica.
![]() |
Corrosión Galvánica |
¿En qué consiste este fenómeno? Los metales tienen la peculiaridad de contener electrones libres, una característica que les permite ser buenos conductores del calor y la electricidad.
Cuando dos metales entran en contacto entre sí, el menos noble – es decir, el más susceptible de corroerse u oxidarse – se desprende de sus electrones libres para transmitirlos al segundo. Así, uno queda con carga positiva mientras el otro obtiene una carga negativa.
Para que se produzca este traspaso, los materiales deben estar en contacto también con un electrolito, una sustancia llena de iones que permite la circulación de los electrones libres de un metal a otro. El aislante de Bartholdi no contenía ningún líquido que funcionara como electrolito, claro, pero sí las sucesivas capas de pintura que durante la primera parte del siglo XX se había aplicado al hierro interior y al cobre externo de la estatua.
Con la pintura, tan solo hacía falta un cable que uniera los dos metales para generar electricidad y que todo saltara por los aires. Por suerte, no lo habría hecho de una forma catastrófica: la carga que hubiera recorrido la estatua no habría sido demasiado alta – apenas un cuarto de voltio -, así que no habría explotado como lo haría en una película de acción, pero sí que habría quedado dañada alguna que otra parte. Por otro lado, la corrosión del hierro había hecho que las vigas que unían la estructura de cobre con el esqueleto se doblaran y que penetrara agua marina, aumentando así el volumen de electrolito. La restauración debía acometerse sí o sí.
Para acabar con el problema, se eliminaron las distintas capas de pintura y se sustituyó la estructura de hierro por otra de acero inoxidable. Una solución gracias a la cual la dama de la libertad sigue iluminando el mundo sin llevarse ningún susto (ni electrocutarse).
Para que se produzca este traspaso, los materiales deben estar en contacto también con un electrolito, una sustancia llena de iones que permite la circulación de los electrones libres de un metal a otro. El aislante de Bartholdi no contenía ningún líquido que funcionara como electrolito, claro, pero sí las sucesivas capas de pintura que durante la primera parte del siglo XX se había aplicado al hierro interior y al cobre externo de la estatua.
Con la pintura, tan solo hacía falta un cable que uniera los dos metales para generar electricidad y que todo saltara por los aires. Por suerte, no lo habría hecho de una forma catastrófica: la carga que hubiera recorrido la estatua no habría sido demasiado alta – apenas un cuarto de voltio -, así que no habría explotado como lo haría en una película de acción, pero sí que habría quedado dañada alguna que otra parte. Por otro lado, la corrosión del hierro había hecho que las vigas que unían la estructura de cobre con el esqueleto se doblaran y que penetrara agua marina, aumentando así el volumen de electrolito. La restauración debía acometerse sí o sí.
Para acabar con el problema, se eliminaron las distintas capas de pintura y se sustituyó la estructura de hierro por otra de acero inoxidable. Una solución gracias a la cual la dama de la libertad sigue iluminando el mundo sin llevarse ningún susto (ni electrocutarse).