Ya en la antigüedad, los padres consideraban el juego como un aspecto vital en la formación de sus hijos y su preparación para la vida. Se aseguraban de que los niños tuvieran suficientes juguetes, muchos de cuales siguen siéndonos familiares, como los yoyós, los aros, las pelotas y los columpios.
Los niños algo mayores disfrutaban con una amplia gama de juegos. Las tabas o astragaloi que todavía se siguen usando era uno de los preferidos por las niñas. Las tabas podían ser de hueso, de terracota, de cristal, de marfil, de bronce, de plata o de latón.
A los niños les gustaba más un juego que hoy se conoce en Italia con el nombre de morra. Participaban dos jugadores que levantaban la mano al mismo tiempo y mostraban un número de dedos. El primero que dijese la suma total ganaba la ronda. La puntuación se anotaba en un palo con muescas. Cada vez que uno ganaba la ronda sujetaba el palo por una muesca más arriba. El primero en llegar al centro era el ganador.
La mosca de bronce puede ser el origen de la inmortal «gallinita ciega». Consistía en vendar los ojos a un jugador y hacerle dar vueltas. Los demás jugadores se colocaban a su alrededor y le tiraban trocitos de papiro, hasta que lograba coger uno. El jugador que había tirado el papiro pasaba entonces al centro.
En el juego del caldero los niños formaban en círculo y uno se sentaba en el centro; los demás le chinchaban y le hacían burla, mientras éste intentaba tocar a uno con el pie. El que era tocado ocupaba entonces su lugar.
Un juego egipcio muy popular era el senet, que se jugaba sobre un tablero rectangular dividido en tres filas de 10 casillas cada una. Los dos jugadores alineaban siete fichas cada uno, alternándolas longitudinalmente en las primeras 14 casillas. Un puñado de varillas hacía las veces del dado. Los jugadores movían las fichas arriba y abajo por las tres filas. Ganaba la partida el jugador que lograba sacar todas las fichas del extremo del tablero y bloquear a su adversario.