Los estadounidenses decidirán este año quién sustituirá a Obama como presidente de su país. Cada uno de ellos votará a quien mejor les caiga, al mejor gestor de la política exterior o a aquel que administrará mejor los recursos yanquis. ¿Pero cuántos se preguntarán cuál es el candidato más divertido?

Aunque resulte difícil de creer, bajo la apariencia seria de cualquier mandatario podemos encontrar a un verdadero cachondo mental. Ese fue el caso de Calvin Coolidge.

Primero, un poco de historia. Calvin Coolidge fue el trigésimo presidente de Estados Unidos, entre 1923 y 1929. Antes de eso fue gobernador del estado de Massachusetts y vicepresidente del país con Warren G. Harding como dueño del despacho oval. Cuando este falleció, accedió al puesto, que obtuvo de nuevo tras las elecciones de 1924.

Recordado por la poca intervención de su gobierno en la economía y por la reducción de impuestos (además de por su incapacidad para prever el periodo de la Gran Depresión que llegaría poco después de su salida), Coolidge también dejó huella en la historia por su sentido del humor. Para horror de los que estaban a su alrededor.

En una ocasión, se escondió debajo de una mesa para burlarse de sus guardaespaldas. A estos, probablemente, la broma no les haría mucha gracia, ya que lo buscaban por todos lados, temiendo que lo hubiesen secuestrado.

Parece que lo de huir o esconderse le lucía mucho. En ocasiones, estaba en la Casa Blanca y llamaba con el timbre al personal para que alguien acudiera a su encuentro. Cuando llegaban al lugar donde supuestamente estaba el presidente, este ya se había esfumado.

Además, el amigo Calvin era poco dado a hablar, aunque de vez en cuando dejaba noqueado a los demás con sus pocas palabras. Una vez, una amiga le dijo: “Aposté hoy que podría sacarte más de dos palabras”. ¿Su respuesta? “Has perdido”.

Y entre broma y broma había tiempo para dormir. Mucho, además. Al presidente Coolidge nunca le faltaron sus ocho horas nocturnas de sueño, y otras dos o tres por la tarde. Se cuenta que incluso se marchaba de cenas oficiales y encuentros por el estilo para echarse a los brazos de Morfeo.

Así, cuando accedió a la presidencia, lo primero que hizo fue irse a dormir. Estaba visitando a sus padres en la granja familiar cuando llegó la noticia de que el presidente Harding había fallecido. Ya que él era el segundo de a bordo, había que despertarlo, informarle y hacer que jurara su nuevo cargo. Así, en el salón de su casa, iluminado por lámparas de queroseno, su padre (que afortunadamente era notario) le tomó juramento. Hecho esto, se marchó a la cama.

En ocasiones, Coolidge también sacaba su lado más tierno. Aunque fuera parco en palabras con los humanos, también era un amante de los animales. En la Casa Blanca compartió espacio con nada más y nada menos que con un hipopótamo pigmeo venido de Liberia, regalo de Harvey Firestone, padre de los neumáticos Firestone.

El magnate pareció acertar, ya que el matrimonio Coolidge tenía un verdadero zoológico en la Casa Blanca. Al hipopótamo pigmeo se unían convencionales pájaros, pero también animales que no eran de andar por casa, precisamente: había un ualabí (una especie de canguro pequeño) y un mapache domesticado llamado Rebecca, que era el animal favorito de la primera dama, Grace Coolidge. La colección se completaba con un burro y dos gatos. De hecho, uno de los mininos dio un quebradero de cabeza en la Casa Blanca.

Un día, el gato Tiger salió a dar un paseo por los alrededores de la Casa Blanca (al parecer, lo hacía a menudo). Sin embargo, no regresó. Saltaron las alarmas y el presidente llegó a hacer un llamamiento por radio para que lo devolvieran. Afortunadamente, apareció (o alguien lo dejó) en el Memorial Lincoln.

Humorista, amigo de los animales y dormilón. Dos de las cualidades del presidente Coolidge que han pasado a la historia, polémicas aparte por sus políticas. Noventa años después, quién sabe qué podemos esperar del próximo habitante a la Casa Blanca.




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