Tenemos un medicamento perfecto –en realidad una amplia gama de ellos–, capaz de aliviar un sinnúmero de enfermedades sin efectos secundarios conocidos y que, además (aunque no entendemos por qué), cada vez funciona mejor. Pero no podemos usarlo para tratar pacientes, porque hacerlo no sería ético. ¿Confuso? En absoluto: resulta que podemos aliviar los síntomas que estropean la vida de los enfermos, pero para ello tenemos que mentir. Porque el modo de hacerlo es convencerles de que les estamos dando un tratamiento, y luego darles azúcar cande. Lo sorprendente es que si el paciente de verdad cree que está recibiendo un medicamento, o un tratamiento, es muy probable que mejore.
Pero solo si lo cree; es decir: solo si se le miente. Y eso no está permitido en la ética médica, así que este sistema no se emplea en terapia. Pero sí en investigación, donde es vital tenerlo en cuenta, o nos resultará imposible saber si un medicamento (real) funciona de verdad. El fenómeno se denomina efecto placebo, y es completamente real: las personas que piensan que reciben cuidados médicos se sienten mejor. Lo cual demuestra que el cerebro tiene un inusitado poder sobre el resto de los órganos del cuerpo, que funcionan mejor cuando el cerebro les dice que deberían funcionar mejor.
Y trágicamente, a la inversa.
Pero ¿qué es y cómo funciona este extraño mecanismo de control remoto cerebral?
Un placebo es una sustancia inerte, o un procedimiento simulado, que se le suministra al paciente haciéndole creer que es un tratamiento real para su dolencia. Puede tener cualquier forma, desde la clásica píldora de azúcar hasta una crema, una operación quirúrgica simulada, las agujas de la acupuntura, un marcapasos inactivo o incluso ropa de cama normal, que ha sido usada como placebo para comprobar la eficacia de ropa de cama antialérgica. Lo vital es que el paciente espere que la sustancia o procedimiento vaya a tener efectos terapéuticos: es esta creencia la que actúa. La creencia del paciente es la que determina el alivio de sus síntomas.
Esto explica que factores que modifican, consciente o inconscientemente, las expectativas actúen sobre el efecto placebo. Así, las inyecciones son más eficaces que los tratamientos orales; las cápsulas actúan más intensamente que las píldoras, y el tamaño (más grande es mejor) e incluso el color del falso medicamento suministrado (los colores intensos funcionan mejor como estimulantes) influyen sobre el resultado final. Hasta la cultura local desempeña un papel, pues se ha comprobado que brasileños y noruegos no reaccionan del mismo modo a las terapias para diferentes enfermedades más o menos comunes en sus países. Un importante factor es el precio de la supuesta medicina, que resulta ser más eficaz cuanto más cara piensa el paciente que es; una triste reflexión sobre los efectos de la sociedad de consumo.
El alivio del dolor
Los efectos físicos que causa el placebo pueden ser múltiples, como relajación y contracción muscular, aumento y disminución del ritmo cardíaco y de la presión sanguínea, estimulación general, e incluso síntomas de borrachera, si se utiliza un placebo de alcohol. Simulaciones de drogas dopantes han conseguido aumentar parámetros de resistencia física y mejorar la capacidad de levantar pesos. Pero el efecto más intenso, predecible y estudiado es el alivio del dolor.
Se han realizado estudios del funcionamiento de las estructuras cerebrales activadas por un placebo de tipo analgésico para ver de qué manera funciona, y se han comprobado cambios reales en las áreas de activación: cuando el paciente está bajo los “efectos” de un placebo, aumenta la actividad de determinadas áreas de la corteza cerebral, así como del núcleo accumbens (relacionado con el placer, la risa, la adicción y el miedo), la amígdala (clave para la memoria emocional)
Al parecer, estas estructuras modulan la actividad de otras regiones del cerebro involucradas en la percepción del dolor. Su acción tiene que ver con el recuerdo y con la expectativa, y se manifiestan en cambios reales de la química cerebral: el placebo provoca un aumento de la concentración de determinados neurotransmisores, como la dopamina y el llamado opioide mu, perteneciente a la familia de las endorfinas.
Mecanismos similares se han visto en funcionamiento cuando el placebo se ha utilizado contra otras enfermedades, como la depresión y el párkinson, o cuando se ha comprobado su funcionamiento como estimulante afín a la cafeína. En todos los casos se comprueba que el efecto no es imaginario, sino que de algún modo la creencia en las cualidades terapéuticas de la sustancia inerte causa modificaciones en la actuación cerebral, y estas verdaderamente alivian el dolor y los demás síntomas.
El cerebro no es idiota
Pero ojo: el cerebro no es idiota. Si el placebo es una crema que alivia el dolor y se pone en solo una mano dolorida, el alivio será lateral: el efecto no es generalizado, sino que solo se produce donde el cerebro piensa que la medicina actúa. El engaño debe ser completo. El cerebro debe creer de verdad.
El problema principal con el efecto placebo consiste en eliminarlo de las investigaciones sobre la eficacia de medicamentos reales. En la investigación clínica sobre una sustancia que puede actuar químicamente sobre una enfermedad sabemos que parte del alivio procede, no del efecto real de la sustancia, sino del efecto placebo: la expectativa de curación del enfermo. El problema es tan grave que llevó a crear el sistema de pruebas conocido como “doble ciego”, que es el que ahora se aplica sistemáticamente. En los ensayos “doble ciego”, los pacientes se dividen en dos grupos, uno de los cuales recibe la medicina real y el otro un placebo idéntico en modo de administración. Ni los pacientes, ni (esto es importante) los médicos saben quién recibe qué; el cerebro es muy sutil a la hora de recibir indicaciones inconscientes de médicos y enfermeros.
Mecanismos similares se han visto en funcionamiento cuando el placebo se ha utilizado contra otras enfermedades, como la depresión y el párkinson, o cuando se ha comprobado su funcionamiento como estimulante afín a la cafeína. En todos los casos se comprueba que el efecto no es imaginario, sino que de algún modo la creencia en las cualidades terapéuticas de la sustancia inerte causa modificaciones en la actuación cerebral, y estas verdaderamente alivian el dolor y los demás síntomas.
El cerebro no es idiota
Pero ojo: el cerebro no es idiota. Si el placebo es una crema que alivia el dolor y se pone en solo una mano dolorida, el alivio será lateral: el efecto no es generalizado, sino que solo se produce donde el cerebro piensa que la medicina actúa. El engaño debe ser completo. El cerebro debe creer de verdad.
El problema principal con el efecto placebo consiste en eliminarlo de las investigaciones sobre la eficacia de medicamentos reales. En la investigación clínica sobre una sustancia que puede actuar químicamente sobre una enfermedad sabemos que parte del alivio procede, no del efecto real de la sustancia, sino del efecto placebo: la expectativa de curación del enfermo. El problema es tan grave que llevó a crear el sistema de pruebas conocido como “doble ciego”, que es el que ahora se aplica sistemáticamente. En los ensayos “doble ciego”, los pacientes se dividen en dos grupos, uno de los cuales recibe la medicina real y el otro un placebo idéntico en modo de administración. Ni los pacientes, ni (esto es importante) los médicos saben quién recibe qué; el cerebro es muy sutil a la hora de recibir indicaciones inconscientes de médicos y enfermeros.
Ensayo con ‘ritalin’ y placebo. Ritalin es un estimulante del sistema nervioso central, recetado contra la hiperactividad. Lo usaron para comparar su efecto en el cerebro con el placebo. Para ello, lo asociaron a la ingesta de alimentos. Vieron que el placebo activa áreas relacionadas con el placer, igual que la comida, lo que no produce el Ritalin.
Al final del ensayo, si el medicamento es útil de verdad, debe haber diferencias entre ambos grupos. Pero, aunque pueda parecerlo, dar placebo a la mitad de los enfermos del grupo de control no es éticamente reprochable, porque incluso ellos recibirán algún alivio: el que procede de sus propios y engañados cerebros. Este alivio es real, de modo que no solo están contribuyendo a mejorar el arsenal de la medicina, sino que reciben también beneficios propios mientras lo hacen. Lo malo (o lo bueno) es que en los últimos tiempos, y por razones desconocidas, el efecto placebo se está haciendo cada vez más intenso.
Tal vez la fe de los pacientes en la medicina tras siglos de éxitos en la lucha con la enfermedad mejora sus expectativas; quizá la alta tecnología que se usa habitualmente en los hospitales impresiona a los cerebros. El caso es que cada día resulta más difícil eliminar, o al menos reconocer y separar, la curación provocada por la sugestión de la que debe su éxito a los medicamentos. La paradoja es que esto hace que los tests clínicos sean más complejos y, por tanto, encontrar nuevas medicinas es más difícil.
Pero queda un interesante camino por explorar. Algunos médicos trabajan para conseguir utilizar el efecto placebo para curar, potenciar y dirigir sus efectos. De momento se encuentran con dificultades éticas y con la imprevisibilidad. Y es que en lo profundo de nuestras cabezas todavía hay mucho que desconocemos.
Al final del ensayo, si el medicamento es útil de verdad, debe haber diferencias entre ambos grupos. Pero, aunque pueda parecerlo, dar placebo a la mitad de los enfermos del grupo de control no es éticamente reprochable, porque incluso ellos recibirán algún alivio: el que procede de sus propios y engañados cerebros. Este alivio es real, de modo que no solo están contribuyendo a mejorar el arsenal de la medicina, sino que reciben también beneficios propios mientras lo hacen. Lo malo (o lo bueno) es que en los últimos tiempos, y por razones desconocidas, el efecto placebo se está haciendo cada vez más intenso.
Tal vez la fe de los pacientes en la medicina tras siglos de éxitos en la lucha con la enfermedad mejora sus expectativas; quizá la alta tecnología que se usa habitualmente en los hospitales impresiona a los cerebros. El caso es que cada día resulta más difícil eliminar, o al menos reconocer y separar, la curación provocada por la sugestión de la que debe su éxito a los medicamentos. La paradoja es que esto hace que los tests clínicos sean más complejos y, por tanto, encontrar nuevas medicinas es más difícil.
Pero queda un interesante camino por explorar. Algunos médicos trabajan para conseguir utilizar el efecto placebo para curar, potenciar y dirigir sus efectos. De momento se encuentran con dificultades éticas y con la imprevisibilidad. Y es que en lo profundo de nuestras cabezas todavía hay mucho que desconocemos.