Los trabajos científicos realizados por la medicina nazi, plantean el dilema ético que supusieron algunos de los descubrimientos realizados tras experimentar con prisioneros en los campos de concentración. Si piensas en Menguele estas equivocado, nada de lo que hizo ese monstruo pasó a publicarse en revistas de renombre. Sin embargo algunos otros doctores con menos fama de macabros, realizaron hallazgos con aplicaciones aún hoy en día.
Lo de los médicos alemanes y su atracción por el nazismo es sumamente curioso. Durante el régimen de Hitler, ninguna otra profesión engrosó tanto las filas del partido nacional socialista. Prácticamente el 48% de los titulados alemanes en medicina se unieron al bando fascista. Y hablamos de médicos y científicos con una formación sobresaliente y muy profesionales. De hecho hasta 1939 Alemania había ganado un tercio de todos los premios Nobel en medicina, química y física.

La mayoría de los datos que se obtuvieron en los campos de concentración tendieron a ser horripilantes, nada científicos, y prácticamente inútiles. Sin embargo en un par de ocasiones los experimentos condujeron al descubrimiento de algunas técnicas beneficiosas en sanidad pública, una estaba relacionada con el tratamiento a pacientes intoxicados con gas fosgeno, y la otra tenía que ver con la asistencia a personas que sufrían hipotermia.

Es de este último caso del vamos a hablar, así como de su protagonista el doctor Sigmund Rascher (a la derecha en la foto que abre el post), médico miembro de las SS que tras unos trabajos previos en reanimación de pilotos de la Luftwaffe que caían abatidos al mar del norte, llegó a Dachau con la intención de avanzar la investigación aprovechando la abundante “disponibilidad” de cobayas humanas.

Rascher no dudó en sumergir desnudos en agua hela a varios reclusos, convenientemente atados para que no pudieran escapar. En ocasiones les enterraba en hielo durante varias horas, mientras iba tomando regularmente muestras de orina y de mucosidad a medida que la temperatura corporal de los pobres prisioneros descendía en picado. De este modo, Rascher obtuvo datos que ningún investigador responsable habría estado en disposición de conseguir, y pudo así desarrollar una técnica contra la hipotermia (que aún a día de hoy salva vidas) llamada calentamiento rápido activo. Por desgracia, para conseguir dicha técnica Rascher mató a 90 personas.

Los datos de Dachau se publicaron en 1946 en la revista New England Journal of Medicine por mediación de un consejero médico estadounidense que participó en los juicios de Nuremberg. Tras eso, varios investigadores emplearon aquel conocimiento en sus propios trabajos científicos hasta el año 1988, sin levantar demasiada “polvareda”. Y si la cosa se detuvo entonces fue por la acción del doctor Robert Pozos (foto superior), de la Universidad de Minnesota y a su vez investigador en hipotermia en su laboratorio. Él fue quien decidió sacar a la luz la sucia forma en que se habían obtenido los datos científicos que muchos investigadores usaban ahora en su provecho, comenzando así un debate público sobre bioética. Su voz de alerta hizo que muchos doctores se apasionasen con el tema, y lo mismo sucedió con varios expertos en ética y supervivientes del Holocausto, todos los cuales participaron en las conferencias que se organizaron tras la denuncia.

¿Y que sucedió? Que el editor de la revista que en 1946 había publicado los resultados del trabajo por el que Rascher asesinó a 90 prosioneros en Dachau, acabó por declarar los datos no utilizables.







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