A mediados de la década de los años 50, el juguetero de origen noruego, Aasmund Sigurd Laerdal recibió el encargo de confeccionar un maniquí con el que realizar las prácticas de primeros auxilios y boca a boca que había ideado el médico austriaco Peter Safar.

Laerdal pensó que el muñeco debía tener una apariencia lo suficientemente real como para infundir tranquilidad entre los estudiantes de medicina que lo utilizarían durante sus prácticas por lo que tras darle varias vueltas a la cabeza recordó el rostro sosegado y sereno de una especie de máscara de yeso que sus abuelos tenían colgada en el salón y que él tantas veces vio de pequeño.

Tras conseguir recuperarla le sirvió de inspiración y molde para el maniquí, conocido como CPR Annie, y que desde entonces ha servido para salvar un número incalculable de miles de vidas gracias a ser utilizado por todas las personas que se dedican a los primeros auxilios.

Pero detrás de cómo llegó aquella máscara de yeso a estar colgada en la pared del salón de los abuelos de Aasmund hay una historia realmente curiosa.

En realidad no sólo estaba en casa de los Laerdal sino que docenas de máscaras como esa decoraban un buen número de hogares desde que se pusiera de moda hacerlo recién estrenado el siglo XX.

El rostro pertenecía a una joven desconocida que fue encontrada ahogada en el parisino río Sena hacia finales de la década de 1880. Nada se sabía de su identidad, aunque por su aspecto se calculaba que tendría algo menos de 20 años.

Pero al encargado de la morgue, en custodiarla y prepararla para cuando alguien fuera a reclamar el cuerpo, había algo que realmente le llamó la atención de la joven y era la cara serena y la sonrisa que en su rostro se reflejaba, a pesar de estar sin vida. Quedó tan maravillado por esa expresión que decidió encargar que le realizaran una máscara mortuoria, algo que por entonces se estilaba mucho hacer.

En los siguientes días nadie se presentó en el depósito de cadáveres y el cuerpo fue enterrado en una fosa común, sin rastro, señal de identidad ni recuerdo alguno de la muchacha, pero lo que sí perduró fue el rostro de la joven realizado en yeso que quedo colgado de una de las paredes de la morgue.

Por allí pasaron a lo largo de los siguientes años centenares de personas que lo contemplaban y muchos fueron los artistas de la época que inspiraron alguna de sus obras en la cara angelical y la encantadora sonrisa de ‘la desconocida del Sena’, nombre que se le atribuyó y por el que comenzó a ser inmensamente popular (algunos se refieren a ella como ‘la bella del Sena’ o ‘la Mona Lisa del Sena’).

Hombres y mujeres de letras dedicaron algún relato a la misteriosa joven, en algunos retratos aparecía su rostro e incluso a algún avispado comerciante se le ocurrió la brillante idea de hacer docenas de réplicas de la máscara y ponerlas a la venta, traspasando fronteras y llegando a infinidad de hogares, entre ellos el de los abuelos de Aasmund Sigurd Laerdal quien se inspiró décadas después para crear el famoso maniquí con el que realizar las prácticas de primeros auxilios.



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