Aunque los egipcios y los chinos utilizaron relojes de agua mucho antes, el reloj mecánico no se inventó —en Italia— hasta mediados del siglo XIV. Según parece, antes de que aparecieran los relojes, la mayoría de las personas reconocía la hora mediante el recorrido del sol. En los días soleados, las sombras de los árboles o los signos del mediodía reflejados en los edificios indicaban la hora aproximada.

Antes de esa época, las personas tenían que confiar en hechos naturales para despertarse. Aunque alrededor del 90% de la población europea vivía en zonas rurales, la mayoría de los residentes de las ciudades tenía animales, por ejemplo gallos, que les anunciaban que había salido el sol.

No es que los campesinos medievales tuvieran mucho tiempo libre, según explica Martin Swetsky, presidente de la Sociedad de Horología Eléctrica: “La vida era simple, pero exigente. El trabajador o el granjero se despertaba con el primer rayo de sol, hacía sus tareas diarias hasta que se ponía el sol, y así terminaba su trabajo, hasta la mañana siguiente”. De la misma manera en que muchos de nosotros no necesitamos un despertador para levantarnos a la mañana, las personas de aquella época también tenían un “reloj biológico” y los mismos ritmos biológicos que nosotros hoy.

Incluso varios siglos después de la invención del reloj mecánico, la mayoría no podía comprarlos por su precio. En las primeras épocas de los Estados Unidos, era más probable que una persona se despertara por los gallos, el sol, los sirvientes, el pregonero de la ciudad, las campanas de las iglesias y los silbatos de las fábricas que por un reloj despertador.

David S. Landes, en su fascinante libro Revolution in Time (La revolución del tiempo), supone que esas señales deben haber sido irregulares: “[...] determinado por la naturaleza, el clima y por las diversas necesidades de la agricultura, que no se regían por una agenda, sino por la oportunidad y las circunstancias. No eran tanto un signo de puntualidad, sino un sustituto de ella.

La rutina de trabajo en las urbes era diferente. En ellas, el artesano también se despertaba al amanecer y gracias a los animales, y trabajaba hasta que se lo permitía la luz natural o las lámparas de aceite. En un taller familiar típico, una persona —en general, el aprendiz más nuevo— dormía “con un ojo abierto”, se despertaba antes que los demás, prendía el fuego, traía el agua y luego despertaba al resto. Esa misma persona era la que solía ocuparse de cerrar todo por la noche. La productividad —entendida como velocidad de producción de un trabajador por unidad de tiempo— era algo desconocido. La gran virtud era estar ocupado: dedicarse incesantemente a la tarea que cada uno debía hacer”.
Las primeras torres con relojes que se instalaron en los pueblos tenían un servicio despertador. Pero en la Edad Media, los relojes reflejaban la manera sencilla en la que la población entendía la hora: los primeros relojes mecánicos no tenían agujas ni para la hora ni para los minutos; las campanadas sonaban cada hora y, a veces, cada cuarto de hora.




Los chinos fueron los primeros que probaron relojes con el fin de despertarse. Milton Stevens, director ejecutivo del Instituto Americano de Fabricantes de Relojes, brindó un panorama sobre algunos de los primeros relojes despertadores: “Se cree que los chinos fueron quienes usaron los primeros relojes con cuerdas. El reloj estaba formado por una cuerda o mecha aceitada para generar combustión. Después de varios experimentos, aprendieron cuánta cuerda se quemaba en una hora. A partir de ese conocimiento, hicieron nudos en la cuerda para marcar cada hora. Si querían despertarse a una determinada hora, ataban la cuerda a un dedo del pie. Así, cuando llegaba esa hora, la persona sentía el calor en el dedo y se despertaba fácilmente.
El invento del reloj de vela les permitió experimentar cuánta vela se quemaba en una hora. Con esta información, pudieron hacer marcas en la vela para señalar el paso del tiempo. A efectos de que ese método sirviera como despertador, decidieron colocar la vela sobre un plato grande de metal. Y en la marca que correspondía a la hora a la que debían despertarse, insertaron un gancho pequeño con una campanilla. Cuando la vela llegaba a esa marca, la campanilla caía en el plato de metal y eso producía un ruido que, con suerte, haría despertar al que dormía.”

La necesidad de tener relojes despertadores más precisos surgió de la religión, a diferencia de lo que podríamos suponer, es decir, del mundo de los negocios. Desde sus orígenes, los musulmanes oraban cinco veces al día; y los judíos, tres. Pero los primeros cristianos no eran tan disciplinados. Con el surgimiento del monacato —que era una vocación de tiempo completo—, se creó la necesidad de una rutina. Estos monjes, devotos al servicio de Dios, eran metódicos para organizar las rutinas

de oraciones. Aunque había diferencias entre las diversas órdenes, muchos monasterios dividían el día en seis segmentos y exigían orar seis veces por día. Esta exigente rutina incluía vigilias nocturnas, lo que implicaba despertar a los monjes que habían estado durmiendo. Antes de que apareciera el reloj despertador, se designaba a una persona que debía permanecer despierta mientras los otros dormían; el encargado de despertar a los demás tenía la tarea —nada envidiable, por cierto— de llamar a los demás para que fueran a orar.

Los relojes despertadores mecánicos creados por los monjes eran más parecidos a los relojes de arena de la actualidad que a los relojes que tenemos en la mesa de luz. Según lo explica Martin Swetsky: “Los primeros despertadores eran aparatos primitivos, sin agujas ni esferas. Se trataba de artefactos mecánicos que hacían sonar campanas a la hora deseada, lo cual se lograba colocando una clavija en el orificio más cercano a la hora y conectando a ese mecanismo un sistema de acoplamiento que hacía sonar la campana”. Los relojes posteriores se hacían sonar a las seis (luego las siete) horas canónicas y tenían varias campanas que indicaban el inicio del servicio de oración.

¿Y cómo hacían las personas antes de que se inventaran los relojes, para llegar en hora a las citas o entrevistas de trabajo? Lo más probable es que fueran a lo seguro y llegaran a las citas mucho antes de la hora pactada. Si los cortesanos tenían que estar en el palacio para una ceremonia antes del amanecer, llegaban a la medianoche y esperaban a que sonaran los tambores y se abriera la puerta, en lugar de correr el riesgo de quedarse dormidos. La hora, como la conocemos en la actualidad, pertenecía a los ricos, y los campesinos debían atenerse a las reglas de ellos. Así como en la actualidad la mayoría de las citas se fijan en números redondos (muy pocos hacen reservas en los restaurantes para las 7.38 p. m.), en el pasado se fijaban en función de los hechos naturales (“Nos encontramos cuando salga el sol”).

Con el correr del tiempo, muchas ciudades tuvieron relojes en las torres de los edificios más altos, lo cual daba acceso a que más personas supieran la hora exacta. Pero eso era un arma de doble filo, porque les permitía a los ricos hacer más rigurosas las tareas laborales —que ya eran exigentes— de los campesinos y artesanos, y, en algunos casos, aumentarlas. Más adelante, la proliferación de los relojes portátiles (que se inventaron a principios del siglo XVI) contribuyó a promover la eficacia y la disciplina de la Revolución Industrial.




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