Ya lo dijo Joan Didion en El año del pensamiento mágico: “La vida cambia deprisa. La vida cambia en un instante. Te sientas a cenar y la vida que conocías se acaba”.
Tal vez, habría que preguntarle a Marion Fayolle si había leído la crónica de la periodista norteamericana sobre cómo se enfrentó a la pérdida de su marido cuando dibujó la portada de La ternura de las piedras. Sin embargo, la asociación resulta inevitable.
Cuando Didion se disponía a llevar la cena a la mesa una noche cualquiera, se encontró a su marido tendido en el suelo del salón. Cuando la propia Marion llevaba la ensalada a la mesa del comedor se encontró con que una gran roca había caído de la nada sobre la mesa y que su padre había quedado atrapado al otro lado, aislándolo del resto de la familia.
Hay cosas en la vida tan fuertes que solo pueden explicarse a través de la alegoría y esa es la figura literaria en la que brilla Marion Fayolle. Después de Los traviesos (Nórdica, 2014), donde los pechos se convertían en huevos fritos, las vaginas en lechugas o las nalgas en helados para mostrar la realidad más divertidamente perversa del sexo, ahora le encuentra las metáforas a la enfermedad y la muerte.
Marion tenía 23 años cuando los pulmones de su padre dejaron de ser orgánicos para tornarse de una materia rocosa. Los médicos lo llamaron cáncer de pulmón.
Él siempre había tenido un carácter que recordaba al de un peñasco que se clava en los pies cuando vas descalzo, hecho de asperezas. Que raspan, que cortan, que son agresivos y fríos.
Mi padre era un peñasco al que nos habría gustado encaramarnos sin hacernos daño. Bajo el cual nos habría gustado cobijarnos sin sentirnos amenazados.
Tal vez, por eso, fue irónico que empezara a volverse todo de caliza. Entonces hubo que ir devolviendo las partes que iba perdiendo a la naturaleza, donde pertenecían ahora.
Y había que andar prestándole las partes sanas de los demás, sobre todo la boca...
A veces nos equivocábamos adrede, atenuabamos sus frases demasiado cortantes a torpes. Olvidábamos traducir ciertas cosas, fabricábamos para él palabras tranquilizadoras y dulces... Así me parecía que obraba bien y que volvía a mi padre más humano y generoso.
También las piernas. Al final, llegó un momento en que las partes se acababan extraviando por la casa como cargadores de móvil prestados o un fajo de fotocopias que se desordena.
Marion comenzó a trabajar en el libro al inicio de la enfermedad de su padre como forma de prepararse para su muerte. Al final, ambos finales coincidieron y aquello hizo que sintiera que, al matarlo sobre el papel también lo había hecho en la vida real.
Pero La ternura de las piedras no es solo el testimonio de la autora. Es la representación de una obra de teatro en la que se ve envuelta cualquier familia tocada por la enfermedad.
Por eso, en las ilustraciones, los médicos son solo un grupo de bailarines que invaden la casa familiar al más puro estilo del Circo del sol.
Un día, meses después de la transformación de papá, un ejército de tipos de blanco tomó nuestra casa. Los vimos llegar por el jardín, pisoteaban el césped con paso sincronizado y decidido...
Y la muerte algo que necesitamos imaginar como algo bonito.
Imaginar como el gran estreno de la obra para la que tanto tiempo se ha estado ensayando.