Si alguien es parco en palabras, decimos de él que es lacónico. Atrás, muy perdido, queda ya su primer uso, que era para nombrar a los originarios de Laconia, región de la antigua Grecia cuya capital era Esparta. Y por los espartanos es que entendemos que alguien que contesta con un sí o un no, sin más adornos, es lacónico.

Cuenta la historia que el de Esparta era un pueblo de guerreros. Desde su nacimiento, la educación de los varones estaba orientada al combate. Si nacías con todo en tu sitio, te bañaban en vino y te colocaban en el escudo de tu padre para empaparte del espíritu guerrero. Pero si tenías la desgracia de nacer con alguna deficiencia, ¡ay, amigo!, te despeñaban por el primer barranco que encontraran sin cotemplaciones.

Los niños espartanos eran apartados de sus madres a la edad de siete años, pasando a formar parte entonces de los agelai. Y allí empezaba de verdad su formación militar. Se les privaba de comida y bebida para enseñarles a resistir cualquier escasez y dificultad, se les incitaba al robo y eran severamente castigados si les sorprendían o descubrían. Incluso se les azotaba con frecuencia obligándoles a no soltar ni un ay.

Lo de leer y escribir no iba con ellos. Eso era cosa de los griegos. Al contrario, se les enseñaba a decir mucho con pocas palabras. Así, Antálcidas (aunque otros autores lo atribuyen a Plistoánax), recuerda que cuando un ateniense recriminó a un espartano su escasísima educación, laconicamente contestó: «Tienes razón. Somos los únicos griegos que no hemos aprendido nada malo de ustedes».

No es de extrañar entonces que sus discursos fueran más bien cortos. Muy cortitos. Una prueba de su parquedad en palabras es la anécdota que habla de un asedio a los espartanos. Los sitiadores enviaron un mensajero a los sitiados para tratar de atemorizarles y conseguir su rendición inmediata. El mensaje contenía una advertencia: «¿Son conscientes de que si vencemos entraremos en su ciudad, la destruiremos por completo y los convertiremos en nuestros esclavos?». «Si vencen». Esa fue toda la respuesta.

Pero igual que preferían ir al grano y no hablar más que lo justo, tampoco entendían a aquellos interlocutores que se dirigían a ellos con grandes peroratas. Otra célebre anécdota es la que se cuenta sobre una delegación de exiliados samios que acuden a Esparta en busca de alimentos y ayuda contra sus enemigos. Los samios adornaron su discurso lo mejor que pudieron para tratar de agradar a los espartanos. Pero cuanto más hablaban, menos entendían estos últimos, quienes con tanta oratoria, cuando los samios llegaba al final de su exposición ya habían olvidado el principio y la razón por la que estaban ante ellos. Desesperados, sin saber ya cómo explicarse, mostraron a los espartanos una bolsa vacía y simplemente les dijeron: «falta harina». ¡Pues haber empezado por ahí, debieron pensar los guerreros! Pero todo lo que les dijeron fue que sobraba la palabra «bolsa».





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