Verde, azul, plateado, dorado… Podríamos decantarnos por el tono que mejor nos sentase. Así era como auguraba Alvin Toffler en 1970 que seríamos más pronto que tarde, y así fue como quedó plasmado en su libro ‘Future Shock’.
Dos años más tarde, el director Alex Grasshoff se propuso llevarlo a la pantalla y para ello contó con la inestimable colaboración de Orson Welles, el polifacético productor que hizo temblar a los estadounidenses con la ficción radiofónica ‘La Guerra de los Mundos’.
En este caso, Welles ejercía de narrador en una cinta en la que, como no podía ser de otra forma, lo absurdo se mezclaba con lo apocalíptico. Uno de los asuntos que abordaban con el doctor William Epstein, suspuesto experto en la materia, era que, a través de un mayor conocimiento de la genética humana, cada cual podría seleccionar su color de cutis. Una escena que dibujó a la perfección Alex Grasshoff en la película creando un ‘collage’ multicolor de humanos.
Por disparatado que pudiera parecer, tras la anécdota se escondía una reflexión mucho más profunda que apuntaba hacía una posible cura de ciertas enfermedades genéticas. Al tener un mayor conocimiento de los genes humanos, se podrían atajar directamente ciertas patologías. De hecho, algunos años más tarde, Rick Weiss escribió un artículo en The Washington Post en el que ahondaba en esta idea y señalaba que los profesionales médicos podrían inyectar células sanas con el objetivo de curar ciertos trastornos que se transmitieran de generación en generación.
Es más, ahí se señalaba que con los cambios en los colores de piel se podrían curar enfermedades cutáneas. Casos tan sonados como el de la modelo Winnie Harlow, que sufre una enfermedad en la piel llamada vitiligo, podrían haber sido tratados con este procedimiento (si la ciencia ficción se hubiera convertido en ciencia a secas).
Los presagios no acaban ahí. En el libro de Alvin Toffler, que según algunas versiones escribió junto a su mujer Heidi, había otras predicciones surrealistas. Desde la utopía de habitar ciudades construidas en el fondo del mar hasta niños pidiéndoles prestadas a sus padres las llaves de la nave espacial de la familia.
Aún vivo, con 86 años, el autor de ‘Future Shock’ se habrá llevado un gran chasco al observar que los cambios que se cernían sobre el ser humano en 1970 aún no han trastocado la sociedad tanto como él y su esposa imaginaban. Ni la población mundial se han multiplicado por dos en solo once años, como estimaban, ni llevamos ropa de papel de usar y tirar como si las camisas fuesen kleenex.
Pese a los descabellados presagios que encontramos en el libro, en el documental de Grasshoff, el relato que hacía Orson Welles en la introducción lo cierto es que no iba nada desencaminado en cuanto al papel que la tecnología ha acabado representando en nuestras vidas. “Nuestras modernas tecnologías han cambiado el grado de sofisticación más allá de nuestros sueños más salvajes, pero esta tecnología ha cobrado un precio bastante elevado. Vivimos en una era de la ansiedad y el tiempo de estrés”, narraba el director estadounidense. “Y con toda nuestra sofisticación, estamos en realidad siendo víctimas de nuestras propias fortalezas tecnológicas”.
