Sin tantos complejos como los adultos, con la inocencia por bandera, los pequeños de la casa se lo pasan felices con cualquier cosa. Una mueca de mamá o papá haciendo sonidos con la boca o el tio partiendo un simple papel pueden ser el motivo perfecto para unas buenas carcajadas. Están descubriendo el mundo y hasta el más mínimo detalle les parece divertido. No obstante, no tienen que ser los mayores quienes les hagan reír. Al comienzo de su periplo en este mundo, los pequeños comienzan a interactuar con lo que ocurre a su alrededor y a troncharse con cualquier cosa.

Lejos de la complejidad del humor ácido, de los dobles sentidos y las ironías de los adultos, hay quien se ha percatado de que los pequeños pronto adquieren el ingenio necesario para pergeñar sus propias bromas.

Teníamos constancia de que la risa es algo que, casi sin quererlo, asimilan los niños a muy temprana edad. De hecho, Aristóteles ya apuntaba que la carcajada era la señal de que el alma había entrado en el cuerpo de una persona. Antes de aprender a caminar e incluso antes de comenzar a comunicarnos con quienes nos rodean, reímos sin reparo alguno, algo que ha llevado a los investigadores a preguntarse cuándo desarrollamos los humanos el sentido del humor.

Porque, más allá de reaccionar a los impulsos externos, para comenzar a gastar bromas tenemos que saber cuál es el mecanismo de las mismas. Es decir, primero tenemos que entender qué puede hacernos reír a nosotros y a quienes nos rodean. Así, los últimos estudios al respecto han desvelado que durante el primer año de vida los más pequeños no solo son capaces de desternillarse viendo a sus mayores haciendo payasadas, sino que también empiezan a hacer sus primeras bromas.

Según un reciente estudio realizado por Vasudevi Reddy y Gina Mireault, los bebés con 9 meses de edad ya se inician en el noble arte de la burla. Si bien aún no tienen el control del entorno, sí que son capaces de detectar el efecto que tienen algunas de sus acciones en quienes les rodean y las intenciones de, por ejemplo, sus padres a la hora de hacer alguna payasada.

“La comprensión de las intenciones de los demás cuando ellos mismos son objeto de burlas, sin embargo, no puede desarrollarse hasta que el segundo año de la infancia”, apunta el estudio. Por eso, hasta en este detalle dependen de sus padres y aprenden directamente de sus bromas. Hasta los 6 meses los pequeños funcionan por pura imitación. Cuando un adulto trata de hacer reír a un pequeño, si el niño no reconoce de qué se trata, basta con que mire la cara de su interlocutor para saber cuál es su propósito. Si se estuviera riendo, él actuaría directamente de la misma forma.

De hecho, así es como los padres inculcan a sus hijos que lo absurdo es divertido. Que un guiño, una mueca, un sonido con la boca, un papel rompiéndose o cualquier otra acción sin demasiado sentido puede resultar graciosa y destapar el tarro de las carcajadas.

En este punto de desarrollo del sentido del humor, la relación afectiva y de compañerismo que se establece entre padres e hijos es fundamental. Gracias a ella, las bromas resultan desternillantes tanto para los mayores como para los pequeños. Quizá por esto, como apunta la investigación de Reddy y Mireault, hasta los bebés de 5 meses podrían reconocer acontecimientos y acciones absurdas y partirse de risa, independientemente de que sus padres también sonrían o no.

Los propios investigadores cuentan que para la investigación tomaron como muestra la actitud y la forma de comportarse de sus propios hijos. Gina Mireault explicaba que la primera broma verbal de su hija se produjo cuando la pequeña tenía 17 meses. “Ella me señaló y dijo “papá” y se echó a reír histéricamente. Luego se refirió a su padre y le dijo: “¡Mamá!”, contaba Mireaul. Además, reconocía sin tapujos que ese es uno de los grandes hitos para los padres: ser protagonistas de las primeras gracietas de sus hijos.

Si de nosotros dependiera, jamás perderíamos la sonrisa y esa capacidad de asombro de los más pequeños. Y es que, según las últimas investigaciones a este respecto, mientras los niños pueden reírse una media de 300 veces al día, los adultos más alegres solo lo hacen una media de 25 (100 veces quien más). Quién pudiera librarse de las ataduras y los complejos y partirse la caja sin el más mínimo reparo.



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