Sin embargo, esta distinción es demasiado esquemática. En realidad, las plantas sí se mueven, lo que sucede es que suelen hacerlo a una velocidad tan lenta que pasa desapercibida a nuestra vista, preparada para detectar los movimientos veloces de nuestros depredadores y presas. Las ramas los árboles crecen buscando el sol, algunas plantas, como la mimosa prudentis, se cierran al tacto de un insecto (o de un dedo) y las plantas carnívoras son capaces de cerrar sus “fauces” (en realidad, hojas modificadas) para atrapar a un insecto desprevenido.
En regiones tropicales existe incluso una especie de palmera que es capaz de desplazarse hasta 20 metros por año para mejorar su ubicación, recibir mayor insolación y así ganar ventaja frente a sus competidores, de su misma especie o de otra. Puede que 20 metros no resulte demasiado para un primate ágil y viajero como el homo sapiens, pero es toda una plusmarca en el reino vegetal.
La socratea exorrhiza, como se llama la planta, es común en las selvas tropicales de Centroamérica y Sudamérica. Mide entre 15 y 20 metros y es fácilmente reconocible por sus raíces externas, que pueden remitir a patas, haciendo un símil antropomórfico. Nada que ver, por tanto, con los ents, los venerables pastores de árboles de la Tierra Media que describió Tolkien.
Aún existe controversia entre los botánicos sobre si estas raíces aéreas sirven a esta palmera para adaptarse a las inundaciones habituales en las zonas de manglares o bien para desplazarse cuando el árbol es derribado por el embate de otra planta. Este esquema trata de explicar cómo un ejemplar de la palmera vuelve a crecer sus raídes a lo largo del tronco derribado el viejo árbol, desplazándose así de su localización original. La hipótesis de la “palmera caminante” fue propuesta por John Bodley y Foley Benson en un artículo publicado en la revista ‘Biotropica’ en 1980.
Los humanos -y puede que el resto de los animales, pero no podemos asegurarlo- miramos en cierto modo por encima del hombro a nuestros primos vegetales, desdeñando su “estilo de vida sésil” como un atavismo inmovilista. Esa misma infravaloración nos impide otorgar a las plantas la cualidad de la inteligencia, reservada a los seres móviles, incluyendo amebas, moscas, rinocerontes y ballenas.
Lejos de ser entes inertes que sólo reaccionan al entorno, las plantas han desarrollado, no cinco sino entre 15 y 20 sentidos diferentes para interactuar con el entorno: “cinco homólogos de los nuestros: olfato y gusto (sienten y responden a los productos químicos contenidos en el aire o en sus propios organismos), vista (responden de maneras distintas a las diversas longitudes de onda de la luz y también a la sombra) y tacto (las plantas trepadoras y las raíces “saben” cuándo se topan con un objeto sólido). Y también oído: Heidi Appel, ecóloga especializada en química de la Universidad de Misuri, ha descubierto que cuando se reproduce una grabación en la que se oye a una oruga masticando una hoja, la planta pone en marcha mecanismos genéticos para generar productos químicos defensivos”.