Nadie duda que Stephen King es uno de los mas grandes y prolíficos escritores de nuestra época.
King es un escritor estadounidense conocido por sus novelas de terror cuyos libros han estado muy a menudo en las listas de superventas y muchísimas veces llevado, con altibajos, al cine y la televisión.
Las novelas de terror y suspenso de King están construidas basándose en una visión constante del mundo. Es conocido por su calidad de detalles, continuidad, y referencias internas; muchas de sus historias se ven ligadas por personajes secundarios, pueblos ficticios, o eventos de libros pasados. Es tan vasta la obra de King, y tan variada su temática que en algunas ocasiones llega a componer trabajos premonitorios.
Hoy cuando escuchaba las noticias sobre el atentado en Niza, donde decenas de personas, al menos 73, según datos provisionales de la fiscalía han muerto atropelladas por un camión lanzado a gran velocidad contra un numeroso grupo de congregados para ver los fuegos artificiales, no pude evitar pensar en una escena muy similar descrita por King en su novela Mr. Mercedes.
No es la primera vez que el escritor me sorprende con sus ¿premonitorios? relatos pues, en 1982, bajo el seudónimo de Richard Bachman, contaba, muchos años antes de que ocurriera el atentado contra las Torres Gemelas, sobre un hombre que dirige un avión contra un edificio en el cuento El fugitivo.
¿Casualidad o premonición? Tal vez sea simplemente el convencimiento de que el hombre es capaz de todas las atrocidades imaginables, y por eso incluye esos episodios en sus novelas.
A continuación compartimos fragmentos de las dos obras mencionadas donde se puede ver la gran similitud de lo relatado en la ficción y lo que terminó ocurriendo en la vida real:
Mr. Mercedes
—¿Eso es un Mercedes? Parece un Mercedes.
Augie se disponía a decir que claro que lo era, que los faros de alta intensidad de un Mercedes eran inconfundibles, cuando el conductor del coche situado justo detrás de la forma desdibujada del Mercedes tocó el claxon: un bocinazo prolongado e impaciente. Los faros de alta intensidad brillaron más aún, formando resplandecientes conos blancos en las gotas en suspensión presentes en la niebla, y el coche dio un brinco al frente como si el impaciente bocinazo hubiese sido una palmada en el trasero.
—¡Eh! —exclamó Wayne Welland, sorprendido. Fue su última palabra.
El coche aceleró directamente hacia el lugar donde la multitud de solicitantes de empleo estaba más apiñada, cercada por la cinta con el rótulo PROHIBIDO EL PASO. Algunos intentaron echar a correr, pero solo lograron escapar aquellos
situados al fondo. Quienes más cerca de las puertas se hallaban —los verdaderos madrugadores— no tuvieron la menor oportunidad. En su intento de huida, tropezaron con los postes y los derribaron, se enredaron en la cinta, chocaron entre sí. La muchedumbre se zarandeó en una sucesión de tumultuosas olas. Los de mayor edad y los de menor corpulencia cayeron y fueron pisoteados.
Augie se vio embestido violentamente hacia la izquierda, dio un traspié, recuperó el equilibrio y salió lanzado hacia delante de un empujón. Un codazo lo alcanzó en el pómulo justo por debajo del ojo derecho, y en ese lado de su visión aparecieron los vivos destellos de un Cuatro de Julio. Con el otro ojo, vio que el Mercedes no solo surgía de la niebla, sino que parecía crearse a partir de ella.
Era un enorme sedán gris, acaso un SL500, de los de doce cilindros, y en ese momento los doce bramaban a plena potencia.
Augie cayó de rodillas junto al saco de dormir y recibió un puntapié tras otro mientras pugnaba por levantarse: en el brazo, en el hombro, en el cuello. La gente chillaba. Oyó gritar a una mujer: « ¡Cuidado, cuidado, no parará!» .
Vio a Janice Cray asomar la cabeza por la boca del saco con un parpadeo de perplejidad. Una vez más le recordó a un topo tímido mirando desde su madriguera. Un topo hembra con el pelo muy revuelto después de una noche de sueño.
A gatas, Augie avanzó y se echó sobre el saco, y sobre la mujer y la niña que había dentro, como si así pudiera protegerlas de aquellas dos toneladas de ingeniería alemana. Oyó los alaridos de la gente, sus voces ahogadas casi por el rugido del motor del gran sedán, cada vez más cerca. Alguien le asestó un golpe tremendo en la nuca, pero apenas lo sintió.
Tuvo tiempo para pensar: Iba a invitar a Rose of Sharon a desayunar.
Tuvo tiempo para pensar: A lo mejor gira.
Esa parecía ser su mejor opción, probablemente su única opción. Empezó a alzar la cabeza para ver si ocurría, y un enorme neumático negro engulló su campo visual. Sintió cerrarse la mano de la mujer en su antebrazo. Tuvo tiempo para abrigar la esperanza de que la niña siguiera dormida. Al cabo de un instante el tiempo se acabó.
El fugitivo
El rugido del aparato hizo que mucha gente saliera a la puerta de su casa y estirara el cuello hacia arriba como una pálida llama. Los escaparates de cristal vibraron y cayeron hechos añicos. En las calles, con sus calzadas como pistas de boliche, la basura de las cunetas formó intensos remolinos. Un policía dejó caer la cachiporra, se llevó las manos a la cabeza y soltó un grito, pero no alcanzó a oír su propia voz. El avión seguía descendiendo, y pasaba ahora sobre los tejados como un murciélago plateado; la punta del ala de estribor pasó apenas a cinco metros de los almacenes Glamour Column.
En todo Harding, los Libre-Visores quedaron en blanco a causa de la interferencia, y la gente se quedó contemplando las pantallas con estúpida y atemorizada incredulidad.
El trueno llenó el mundo. Killian levantó la vista de su escritorio y contempló la cristalera de pared a pared de su despacho.
La parpadeante panorámica de la ciudad, desde South City a la parte alta, había desaparecido. Toda la cristalera apenas abarcaba la silueta del Lockheed TriStar que se le venía encima. Las luces de posición brillaban intermitentemente, y durante una fracción de segundo, durante un desquiciado momento de horror, sorpresa e incredulidad absolutos, vio a Richards que le miraba. Su rostro estaba bañado de sangre, y sus ojos negros ardían como los de un demonio.
Richards sonreía.
Y le dirigía un gesto de burla.
—… ¡Oh, Dios…! —fue lo único que Killian tuvo tiempo de decir.
Con una ligera inclinación a estribor, el Lockheed se estrelló de lleno contra el Edificio de Concursos, en un punto situado a tres cuartas partes de la altura total de la negra mole. El avión conservaba todavía casi un tercio de carburante en sus depósitos, y su velocidad era algo superior a quinientos nudos.
La explosión fue tremenda e iluminó la noche como la cólera divina, y llovió fuego a veinte calles de distancia.